Canción de Nombre
de Melina León
Eduardo Reyme Wendell
En
los años 80, la recesión económica, el caos social, los atentados de coches
bombas y las torres voladas por doquier fueron, junto a las largas colas y el
paquetazo, uno de los peores recuerdos del primer gobierno de Alan García
(1985-1990), sumado a ello, el tráfico de niños dados en adopción durante ese
periodo desató uno de los peores escándalos que evidenció la existencia de una
de las mafias más peligrosas que pueda existir en nuestro país: la letrada.
Dichas
prácticas evidenciaron en su momento un sistema quebrado desde lo más profundo
de sus bases, un accionar inenarrable que para pretextos de muchos postulaba
que, ante el fuego desatado por la violencia política del Perú, la mejor opción
de aquellos niños y niñas, arrancados de los brazos de sus madres al nacer, era
cualquier lugar del planeta menos su país, su propio hogar. Al respecto, bien
hace León en traernos a la memoria con Canción
sin nombre esa parte de nuestra historia que no yace registrada de manera
oficial y que a través de su propuesta basada en hechos reales nos permite
reflexionar en que, como dice uno de los personajes de la película, “el tiempo
es la distancia más larga entre dos lugares”.
Canción sin nombre cuenta la historia de Leo y Georgina, dos peruanos
venidos a la capital, empujados seguramente por la violencia que se empezaba a
desatar en la ciudad de Ayacucho y en sus zonas más alejadas debido al
despliegue que Sendero Luminoso (SL) empezaba a realizar desde su primer
accionar. Al respecto, cabe mencionar que la historia oficial señala que fue el
17 de mayo de 1980 cuando un grupo armado incendió las actas electorales en el
pueblo de Chuschi; sin embargo, la memoria popular señala otro inicio,
exactamente el 21 y 22 de junio de 1969 cuando “a pólvora y dinamita” se
protestó en defensa de la gratuidad de la enseñanza en Huanta y Huamanga. La
cifra “oficial” señaló dieciocho muertos, pero se sabe que varias decenas de
cuerpos fueron desaparecidos por las fuerzas del orden. Sin embargo, y a pesar
de ello nunca se dice en la película nada al respecto y es el espectador quien debe
reconstruir los motivos de la huida de estos jóvenes y ver en Leo y Georgina no
solo el drama de una pareja venida a Lima en busca de oportunidades, sino el testimonio
de dos peruanos viviendo peor que extranjeros en su propia tierra. Es a partir
de allí que desciframos el código en el que está compuesta la cinta y descubrimos
que lo más importante en ella radica en aquello que no se dice, que no se nombra,
que no se completa, como si los silencios que pueblan Canción sin nombre susurraran aquello que los gritos no han podido
lograr, como si cansados de los alaridos ahora se apelara al silencio que flota
en el aire.
Estéticamente
bella en fotografía, la película está compuesta en claroscuros que le hacen
guiños al expresionismo alemán lo cual termina siendo un gran acierto debido a
que un drama como el de Georgina subjetiva al espectador a través de las
imágenes que surgen deformadas y neblinosas de una realidad de por sí
terrorífica y angustiante, da la sensación que se buscara deslizar la idea de
que así como en la Sierra estaba el monstruo del terror aquí en la capital radicaba
otro aún más grande: el de la indiferencia. Esos silencios hacen que sepamos poco
de los personajes. Apenas conocemos que Leo Quispe Ramos es un muchacho de
veintitrés años quien junto a Georgina Condori Ñaupari de veinte se ven
enfrentados a las duras situaciones que les ofrecía una Lima hostil y explotadora.
Son seres indocumentados sobreviviendo a labores informales que les permite
tener un poco de dinero para subsistir. Leo trabaja además en lo que parece ser
La Parada como cargador mientras que Georgina, a duras penas y con su barriga a
cuestas, se dedica a vender las papas que este le da para que ella pueda
aportar en la economía del hogar. Es así que Georgina se entera de la fundación
San Benito quien aseguraba apoyar a madres gestantes sin costo alguno. Su drama
es el drama de muchas jóvenes provincianas que huyendo del terror de sus
tierras encontraron en la capital el terror de verse enfrentadas a una ola de
secuestros de bebés dados en adopción a expensas de un sistema judicial
cómplice y corrupto. Otro detalle peculiar en la película que llama la atención
es la canción de ronda que unas niñas cantan mientras saltan una soga antes que
Georgina se disponga a ingresar a la supuesta sala de operaciones: “Soltera, casada, viuda, divorciada, con
hijos, sin hijos, no vale nada” dice la letra y es inevitable pensar en este
sistema de basurización que ha rondado a las mujeres provincianas, y eso no
tiene nombre como las canciones que cantan el terror y que carecen de uno
porque sabemos que esa propia sordidez es inconmensurable.
De Georgina a partir de su pérdida no tendremos más que sus lamentos y
su angustia que parecen saltar de la pantalla y sobredimensionarnos con todo su
dolor y su rabia. Dicha pérdida une a la pareja y en ese periplo de buscar
justicia se nos muestran los otros abusos, esos a los que las mujeres como ella
son sometidas a diario en búsqueda de una justicia que siempre parece caminar
lento en este país. Los “haga su cola” y los “juzgado de menores 2do piso” resuenan
como eco en los pasillos fríos y desolados de un espacio que no sostiene a la víctima,
sino que la violenta burocráticamente.
En
paralelo se cuenta la historia de Pedro Campos, periodista en ciernes quien se
verá involucrado en el caso más por obligación que por interés. Su
investigación antes de conocer el caso de Georgina giraba en torno al grupo
paramilitar “Rodrigo Franco”, grupo que desató la barbarie e hizo
ajusticiamientos de lesa humanidad en la época de García. Siguiendo lo
explicado líneas arriba, el director del diario le dice a Pedro que se encargue
del caso porque “Rodrigo Franco puede esperar” a lo que Pedro afirma “Han
hablado con el presidente” y de inmediato aparecen unas risas cómplices de
parte del director y sus amigos, y es que ciertos sectores de la prensa de los
80 jugaban su propia guerra, cantaban también su propia canción.
Esta
fórmula a la que apela León se repetirá hasta el final de la película,
recordemos que el inicio que tiene la película cuando Leo está bendiciendo su
traje de danzak hay una pequeña fiesta familiar donde Georgina canta en quechua
y dice “en esa lejanía quiero morirme sola”. Esa misma lejanía podría ser la de
su casita de esteras enmarcada entre colores grises y neblinosos, tatuados por
el sonido de un mar que la vuelve nada y la reduce a lo más ínfimo que nadie
podría jamás imaginar. Por otra parte, como
Pedro se involucra y se compra el pleito de Georgina se ve afectado a que
atenten contra su novio, un actor cubano que ensaya para el estreno de “El zoo
de cristal” de Tennessee William, pero su miedo, su pudor o el qué dirán lo
aleja de este. Vemos una época aciaga para el Perú y es inevitable preguntarnos
cuánto no hemos cambiado al respecto. Creo que Canción sin nombre es en el fondo el soundtrack de nuestra
desolación como país, puede ser incluso hasta el reflejo de lo que seguimos siendo
estructuralmente, una nación rumbo al bicentenario en donde la justicia sigue
habitando el terreno de lo inaudito, y las Georginas, siguen ahí, esperando
titular su propia canción.